Sadomasoquismo
La contraposición al sádico, que busca una libertad sin leyes ni límites, con el masoquista, que halla placer en el control y el contrato. Ambos son incompatibles, pues el placer de uno destruye las normas del otro.


I. La libertad y el sádico Sádico (El Marqués de Sade)
El sádico puro, tal como lo conceptualiza el Marqués de Sade en obras como Justine o Las 120 jornadas de Sodoma, no busca simplemente infligir dolor: busca la negación absoluta de la Ley, ya sea moral, divina o natural.
Sade plantea que, al carecer el mundo de una moral intrínseca, el hombre tiene por derecho una libertad absoluta.
En sus textos, el placer —especialmente el sexual— se convierte en una filosofía de vida. Sus libertinos no son simples antagonistas; son filósofos del crimen que racionalizan hasta el más íntimo de sus actos.
El sádico persigue la soberanía total de su deseo, lo que implica que la víctima debe ser un objeto pasivo e incondicional, una mera extensión de su capricho.
Para que el sádico alcance esta cumbre de goce, cualquier límite autoimpuesto o pactado es inconcebible, pues un límite es una forma de ley.
La anarquía del deseo sádico es incompatible con cualquier marco de reglas que el masoquista intente establecer.
II. El contrato y la ley del masoquista (Sacher-Masoch)
La esencia del masoquismo en la obra de Leopold von Sacher-Masoch, resaltando La Venus de las pieles, reside en el contrato, la anticipación y la regulación.
El masoquista no desea la crueldad aleatoria o ilimitada; desea un capricho muy específico.
El contrato entre Severin y Wanda en la novela es el corazón de este concepto. Severin, el masoquista, cede su libertad a Wanda (la dominadora, o "Venus"), pero esta cesión está meticulosamente detallada en un documento.
Él decide su límite, el alcance de su humillación y el contexto. Al ser el arquitecto de su propio sometimiento, el masoquista ejerce un control supremo sobre la situación.
Su placer surge no de la ausencia de límites, sino de una estricta regulación de los límites pactados.
Si el sádico real rompiera el contrato por capricho, el goce masoquista desaparecería, pues se destruiría el marco teatral y legal que da sentido a su placer.
III. La incompatibilidad
La disonancia no es de carácter superficial, sino de simple naturaleza.
El sádico demanda una libertad absoluta para que su placer sea libre de toda moral y ley.
El masoquista exige una arquitectura meticulosa —el contrato, el marco de reglas— para que el placer sea de su agrado.
Por ello, la relación que se establece en la práctica —aquello que llamamos sadomasoquismo— es la unión de un masoquista con un actor disfrazado de sádico, que acepta la ley del masoquista bajo un guion previamente autorizado.
El verdadero sádico, al querer trascender la moral, destruiría el contrato masoquista, resultando en un conflicto que anularía el placer de ambos.

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